Monday, May 24, 2010

El Guainía, montañas sagradas y aguas indómitas

En el suroriente de Colombia se conjugan cielos inmensos y aires cristalinos con caños diáfanos y milenarios tepuyes.



Es luna llena, pero aún no asoma para iluminar el camino restante hacia la cumbre del único de los tres cerros que puede escalarse aquí. Ha llovido toda la tarde, el cielo amenaza de nuevo con una descarga invernal y el café profundo de la roca se traga por completo la luz de nuestra linterna.  Gatear hasta aquí nos ha tomado el doble del tiempo habitual gracias a que la roca tiene a bien conservar la babosidad del agua de lluvia que resbala por ella.

“Hasta aquí le camino yo”, nos dice Malojo, nuestro guía y compañero de travesía. Juan, el motorista indígena lo respalda atestiguando que más arriba acecha yum (el duende dueño del cerro), así que sin más explicaciones regresan a la base del cerro, donde está la lancha que nos ha traído desde Puerto Inírida. 

Así es como quedamos, en la mitad del Cerro Mavicure, Santiago Montes y yo, con varios morrales y muchos kilos de equipo de fotografía.  No nos tomó mucho tiempo decidir que pasaríamos la noche allí mismo, sobre la roca, dejando pasar por nuestra vista la feria de estrellas y que de madrugada haríamos los otros 120 metros verticales hasta la cima. 

Pero las ranas rugosas (leptodactylus lithonaetes) o kim, como les dicen los indígenas puinaves, que han estado de festín durante varias horas por la llegada de la temporada, tienen otro plan: deciden cercarnos por varios flancos durante horas, incluso dentro de nuestros sacos de dormir. La segunda que decide darme un beso húmedo en el ojo y las nubes que se estacionan amenazadoras, nos obligan a refugiarnos en la carpa.

Es en este pedestal inclinado donde se halla la verdadera saliva de la selva superior de los tepuyes y encontrarse con ella supone un engorroso y deslizante camino de ascenso hasta la cima. El descenso no será mucho mejor tampoco, pero la nueva mañana resultará más generosa y conseguirá rasgar las nubes a puntapiés de sol.

Cuando uno se halla sobre este orgullo del Escudo Guayanés de 307 metros de altura, salvadas las dificultades y la humedad, sólo queda deslumbrarse por la vida que se descarga por arriba y por debajo de esta mole y sus compañeros de enfrente, el Cerro Pajarito (Ven en puinave) y el Cerro Mono (Puwopán), cortados durante milenios por la erosión. Aquí, la historia parece un momento breve comparado con la edad de estos montículos. 

Llegar al Guainía es como entrar en otra dimensión. Todo es diferente. El clima es muy inestable en esta época, ahora llueve, ahora hace sol. Tras un largo e iluminado periodo de verano con calores intensos, el principio de la nueva estación en el Guainía ofrece en respuesta los grises y blancos del invierno monocromo.

Recorrido por el río

Avanzamos río arriba y antes de llegar al raudal  Monoerico, por fin se abre un gran bastidor de claridad.  Aquí y allá, lejanos pero con sus líneas intactas de figuras perfectas, todavía con los mechones de la niebla sobre sus escotes aparecen más tepuyes, como Cerro Nariz, que hace de vigilante natural del río a prudentes dos kilómetros de su margen derecha.

Todo ello para crear un paisaje que será una constante durante tres días: un tapete de aguas oscuras, hileras interminables de árboles en la orilla, tepuyes fortuitos y raudales que harán de la navegación una aventura. Sin pudor alguno van mostrándose los rápidos, con sus nombres de animales. Primero lo hace Zamuro, luego Punta Valentón (Kualet) y Payara. Un poco más al suroeste, ya en territorio del Parque Natural Puinawai, aparecen Morroco, Hacha, Rabipelado y Danta.

A nuestro paso, balsas para la explotación de oro estacionadas sobre el río. Arriba de ellas el idioma español se frota con el portugués y las costumbres se hacen mestizas debido a la cercanía con Brasil. Abajo, arrastrándose por algunos pasajes abiertos sólo para hechuras de delfín, los buzos persiguen los filones subacuáticos, una manera de emplear toda una jornada de trabajo con poca tecnología y mucho paludismo.

Mientras el río Inírida termina de hacerse, llegamos al lecho rojizo de las bocas de Caño Mina, un caño no muy grande, con algo más de un metro de profundidad, casi nada para las tallas que por aquí se gastan los ríos y quebradas. Pero está teñido intensamente por los taninos de la selva y prácticamente oculto entre un bosque de árboles, arbustos, hiervas salvajes, humedad, neblina y orquídeas guarecidas en sí mismas esperando a que pase ahora la nueva tempestad.

No muy lejos de allí hay una pequeña aldea de indios curripacos, Punta Ratón, donde los sorprendemos en la celebración de la Santa Cena. Cuando cruzamos el umbral de la comunidad, llega el jefe del poblado.   Como buen indígena es poco locuaz, pero si se pasa un rato largo con él y se le provoca amablemente no tiene inconveniente en prestarnos su bongo, el vehículo ideal para continuar nuestro camino por este caño lleno de palos y obstáculos invisibles.

Tendremos que andar treinta kilómetros más de una ruta plena de verdes briosos,  con árboles que se asoman pendencieros, con administradas playas de arena blanca y, sobre todo, con la amplitud del paisaje, que uno descubre que es aquí en donde la tierra colombiana se hace más grande.
Detrás de la tormenta aparece el célebre Cerro Minas, un estandarte sin orillas en donde la tierra y las aguas del Guainía se dedican a crear todos los verdes. Verdes de lagunas, morichales, y selva.  Esta formación, exclusiva por su forma y ecología es el verdadero cabecilla del horizonte del Guainía. Aquí se desboca el desarrollo de bichos sin partida de nacimiento, el crecimiento de orquídeas, musgos, hongos y bromelias, entre otras sutilezas de la flora salvaje.

Raudal alto de Caño Minas

La mañana siguiente abandonamos nuestra piragua en el raudal de Guacamaya para continuar el camino a pie. Luego de veinte minutos, llegamos hasta uno de las galardones de más lustre colocados en el pecho del Guainía.  Se trata de Raudal Alto, una catarata de unos 17 metros de caída.  Su caudal cae estrepitosamente del muro. El constante estampido aturde, pero no consigue entorpecer la digestión de las plantas carnívoras de la zona. El agua que cae sobre las rocas del fondo, se dispersa con su espuma y luego se tranquiliza en su camino lento al Inírida.

En cualquier caso, el Raudal Alto completa el panorama pre-bíblico de barrancos, planicies, caños y valles, así como de tarimas rocosas intransigentes al paso del tiempo y la erosión de esta parte del departamento.

Con la emoción que concede la suerte de haber conseguido observar, sin nubes, el Raudal Alto a comienzos del invierno, nos arrellanamos  satisfechos en el breve asiento del bongo para emprender la vuelta, con el deseo puesto en regresar a ese chorro que mencionó el indio, de varios pisos y que nunca ha sido visto por los ojos de un blanco.

El sol diáfano de la tarde que andaba iluminando las raudales y dejando sombras largas, se ha ido. Aparecen los lienzos del río Inírida y con ellos también lo hacen los paños que traen las nubes de la lluvia segura. El cielo comienza a mancharse de gris y negro mientras arroja aún reflejos sobre el verde de la selva.  Luces, agua y estallidos que muestran que existe un lugar de Colombia en donde la creación del mundo todavía está a medias.


Publicado en El Tiempo
Domingo 23, 2010

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