Monday, December 28, 2009

Serranía de la Lindosa, caprichos de piedra en el corazón de la selva

Al sur oriente de Colombia donde terminan las vastas llanuras y empieza la amazonia, se erige un mundo perdido de roca, agua y bosque.



Al caer la tarde, los sonidos de la Ciudad Perdida quedan dominados por el llamado de las ranas picudas que convocan al festín sonoro desde uno de los nacederos de caño Lajas. La ciudad, construida por la naturaleza sobre los cimientos del tiempo, presenta un sorprendente ordenamiento de calles y avenidas donde se posan gigantescos bloques de piedra como casas.

A poco más de cinco kilómetros hacia el norte se encuentra Ciudad de Piedra, mejor conocida como Los Túneles. La riqueza del complejo sistema de galerías, pasadizos secretos, escaleras, estructuras de roca en frágil equilibrio y lianas que cuelgan de cornisas puestas estratégicamente por la naturaleza, constituye una forma privilegiada de pasar nuestra primera noche en el Guaviare.

Así, salimos de este lugar para adentrarnos en la Serranía de la Lindosa que se va desvelando entre matices violáceos y la lozanía indefinible de la sabana, salpicada aquí y allá del marrón de la roca que no logra detener la sensación de introducirnos en un paisaje boscoso.


Serranía de la Lindosa

Poco después, el sol se muestra inclemente sobre los campos marcados con cuyubí, moriche, chaparro y caucho silvestre hasta que el paisaje se quiebra como un espejismo, por la barrera de roca precámbrica que ahora debemos escalar para adentrarnos en un mundo desconocido de grutas de todos los estilos y tamaños. Aquí viene a la mente el geógrafo inglés Hamilton Rice, miembro entusiasta de la Sociedad Geográfica Real de Londres, quien vino a principios del siglo XIX, durante el auge de las caucheras y relata su paso por entre estas gargantas y cañones que hablan de un cataclismo pasado.

Época de ocupación de Guayaberos, Sikuani, Tukanos y por supuesto de los Nukak-Makú, un pueblo cazador y recolector nómada, primer habitante de la región del Guaviare. Los Nukak viven entre los ríos Guaviare e Inírida, en las profundidades del bosque tropical húmedo; un pueblo que tan solo tuvo contacto con el mundo occidental en 1988 y que hoy ha perdido más de la mitad de su población, por enfermedad o desplazamiento.

La luz de media mañana es cegadora, aunque en el interior oscuro de los corredores y cavernas se difuminan los perfiles, es imposible no quedar perplejo ante la fantasía del entorno. Es un mundo perdido de enhiestos pedruscos, puentes naturales, aterradoras grietas que dejan colar los gritos de los micos aulladores. Lomas y montañas que por fuera están perforadas como quesos suizos, pero tienen macizas paredes y rocas en absurdo equilibrio por dentro. Parece fruto de la magia o de una calamidad geológica.

Abundan peculiaridades en su interior: la araña escorpión, el grillo ciego con sus largas extremidades sensorias o el lagarto de roca. De repente, cuando pensábamos que no habría más emoción y observábamos el paciente trabajo del caucho junto con otras especies que literalmente cosen sus raíces dentro de la piedra, vino el premio mayor: un gallito de roca hembra empollando en su nido. El inverosímil encuentro no podía menos que erizarnos la piel. Hicimos una foto y salimos de allí para no perturbar más su morada.

Puerta de Orión y Las Delicias

Los afloramientos rocosos de la Serranía de la Lindosa al igual que las crestas y mesetas inferiores de la Serranía de la Macarena constituyen el límite occidental de esta provincia del escudo guayanés. Asoman enormes setas de roca, aunque no son de origen volcánico, guardan similitud con las chimeneas de hadas del valle de Zelve en Turquía, unas y otras en perpetua evolución, moldeadas durante millones de años por agentes erosivos.

Tres kilómetros y cuatro horas después, estamos cruzando el umbral de un orificio en piedra donde el agua y el viento han cincelado esta magnifica escultura, artífice del paisaje en el sector: la conocida Puerta de Orión. Otro mundo de geometría y diseño.

El viaje cambia el ritmo cuando el paisaje sin anunciarlo, se torna protagonista. Esta vez a bordo de los camperos, hemos llegado a Las Delicias, una vereda a escasos 10 kilómetros de la Puerta de Orión El ascenso es por una trocha abandonada, más para caballo o bicicleta que para un campero. Las espinas de los matorrales a lado y lado aruñan la pintura, produciendo un sonido inconfundible, poco importa: el tesoro es la cascada a escasos 500 metros de la trocha. Una cascada de la que varios hablan, pero pocos, muy pocos, realmente han llegado a verla.

Aquí paramos en seco al tropezar con un paisaje fascinante al que los propios del lugar, escasos por cierto, no han bautizado con otro nombre distinto al de la misma vereda. Descendemos a rapel por el curso de la cascada, sin duda una emoción extra para el final día. Hasta el último instante solar la cascada acapara los reflejos del ocaso y hace que la luz del poniente se convierta en una ofrenda a oriente.-

(Publicado Revista Viajar de El Tiempo)